Algunas notas sobre libertad académica

La semana pasada participé de un panel sobre libertad académica en la Global Free Speech Summit, convocada por el proyecto The Future of Free Speech en Vanderbilt University. El tema es especialmente interesante por los eventos en los campus de decenas de universidades de Estados Unidos en el último año, que revivieron una vieja tradición de protesta y política contenciosa en las universidades y que revelaron, sorpresivamente, que la libertad académica es un concepto escurridizo. Para prepararme, volví a la que para mí es la mejor exposición del asunto: Democracy, expertise, and academic freedom: a First Amendment jurisprudence for the modern state, de Robert Post (héroe personal y amigo del CELE). No voy a resumir aquí el argumento del libro, porque es complejo y lo simplificaría demasiado. Pero si tuviera que hacerlo lo haría así: la libertad académica es un principio relacionado con la libertad de expresión, pero distinto a él. Mientras que la libertad de expresión en su dimensión individual busca resguardar el derecho de todo ciudadano a influenciar a la opinión pública, la libertad académica busca proteger a dos prácticas sociales organizadas de manera institucional alrededor de la universidad: transmitir conocimientos existentes y generar nuevo conocimiento. La doctrina tradicional sobre la libertad de expresión tiene poco que ver con las condiciones necesarias para que esas funciones se cumplan.

Post recorre algunos ejemplos que muestran esa tensión, como el hecho de que la autocensura y la censura de nuestros pares no sólo no es incompatible con la libertad académica sino que es el mecanismo a través del cual se sostienen los estándares disciplinarios que permiten producir conocimiento; o—por ejemplo—que los docentes no pueden elegir hablar de cualquier cosa en sus clases (están limitados por la disciplina, por el currículum, por el programa). Es posible imaginar otros, como el hecho de que los estudiantes tienen obligaciones que les obligan a expresarse, les prohíbe hacerlo en ciertas circunstancias (hablar en clase), en relación a ciertos temas (están atados por las premisas de los exámenes), etcétera. La vida académica supone participar de una práctica social ordenada por roles diferentes, poco parecidos al binomio representantes y representados alrededor del cual se estructura la visión que vincula a la libertad de expresión con la vida política, y que hace a la esencia de la jurisprudencia comparada sobre ella.

Si son—entonces—cosas distintas, necesitamos reafirmar lo que la libertad académica es. Es útil para ello recordar principios básicos sostenidos desde hace más de cien años por la American Association of University Professors (AAUP), la principal asociación de profesores universitarios de Estados Unidos. Estos principios sostienen que la libertad académica encierra tres libertades: la libertad de investigar, la libertad de enseñar, y la libertad de expresarse fuera de la universidad. De mis conversaciones con profesores locales surge que la crisis actual afecta a las tres dimensiones, y que puede deberse a causas diversas: la emergencia del safetysm como aproximación preponderante a espacios de discusión académica, el deseo natural de agradar a otros que genera dinámicas de complacencia en los profesores (socializados en el pensamiento del departamento y de sus superiores), el bajo compromiso de las autoridades universitarias para respaldar a puntos de vista chocantes o perturbadores, su vulnerabilidad ante presiones externas, etcétera.

Indudablemente las audiencias del comité del Congreso de los Estados Unidos que investigó—entre otras cosas—las reacciones de las autoridades universitarias a las protestas que se generaron después del ataque terrorista de Hamas del 7 de octubre a Israel y la guerra posterior contribuyó a empeorar la situación. El disparador de ello fueron las audiencias públicas a las que fueron sometidas autoridades universitarias por un puñado de representantes de la Cámara de Representantes en diciembre de 2023. Las audiencias ocurrieron en un ambiente hostil, y la defensa básica de principios de libertad académica costó sus puestos a las presidentas de Harvard y Pennsylvania. Cuando meses después la presidenta de Columbia Minouche Shafik fue a declarar, su posición de deferencia y pleitesía a un procedimiento legislativo inquisitorial y de connotaciones macartistas le terminó costando su puesto. La combinación de la presión legislativa informal y la presión ejercida a través de las juntas directivas resultaron en presidentes eyectados de sus puestos y revelaron que las principales universidades de Estados Unidos tienen autonomías muy limitadas.

En resumen, los problemas del sistema universitario en Estados Unidos parecen estar relacionados con una creciente intervención del Estado (a nivel provincial, a partir de leyes que buscan incidir en lo que las Universidades—especialmente públicas—hacen o dejan de hacer), autoridades universitarias con poco coraje, profesores que se autocensuran, estudiantes con espíritu censurador y cierta cultura excluyente que es incompatible con la actividad académica. ¿Tenemos algunos de estos problemas en América Latina? ¿Qué ocurre en Argentina frente a la crisis presupuestaria actual del sistema universitario? Una respuesta rápida y relativamente correcta es que no: el Estado no se mete en los programas ni en los planes de estudio, las autoridades universitarias gozan de una autonomía relativamente alta—su autonomía es, de hecho, una de las grandes conquistas de la reforma universitaria que ya lleva más de cien años de vigencia y que merecería cierta actualización—, los profesores no se autocensuran de manera exagerada (por fuera de la autocensura necesaria para participar de una disciplina que produce conocimiento), los estudiantes no reclaman espacios seguros ni parecen temer a ideas diferentes ni exigen la expulsión de profesores que no les gustan.

Y sin embargo, hay algunas señales de alarma. No lidiamos con estudiantes con espíritu censurador, ni que se ofenden fácilmente. Pero a veces parece que lidiamos con estudiantes apáticos o desinteresados. No lidiamos con autoridades cobardes, pero tampoco reformistas—la Universidad es una institución enorme, que se mueve lenta e inercialmente. La economía política de la Universidad transcurre por canales radicalmente diferentes a los de Estados Unidos: no se trata de la presión de donantes privados, ni la posibilidad de que regulaciones direccionadas afecten las formas en que se invierten los endowments, sino de discusiones presupuestarias corrientes. La transmisión de conocimiento está estructuralmente separada de la producción de conocimiento nuevo (porque el Conicet funciona de manera independiente). Y si bien este año ha mostrado a un movimiento universitario activo para actuar en defensa propia, no se ve—aún—una agenda renovadora. Y ella sería necesaria, porque la crisis de la Universidad es global y se vincula con la crisis general de otras instituciones de confianza como la prensa o los partidos políticos, lo que explica por qué el gobierno argentino actual—en un claro movimiento populista—las elige como enemigo. La libertad académica debería ser un gran escudo de defensa contra esos ataques.

Algunas notas sobre libertad académica

La semana pasada participé de un panel sobre libertad académica en la Global Free Speech Summit, convocada por el proyecto The Future of Free Speech en Vanderbilt University. El tema es especialmente interesante por los eventos en los campus de decenas de universidades de Estados Unidos en el último año, que revivieron una vieja tradición de protesta y política contenciosa en las universidades y que revelaron, sorpresivamente, que la libertad académica es un concepto escurridizo. Para prepararme, volví a la que para mí es la mejor exposición del asunto: Democracy, expertise, and academic freedom: a First Amendment jurisprudence for the modern state, de Robert Post (héroe personal y amigo del CELE). No voy a resumir aquí el argumento del libro, porque es complejo y lo simplificaría demasiado. Pero si tuviera que hacerlo lo haría así: la libertad académica es un principio relacionado con la libertad de expresión, pero distinto a él. Mientras que la libertad de expresión en su dimensión individual busca resguardar el derecho de todo ciudadano a influenciar a la opinión pública, la libertad académica busca proteger a dos prácticas sociales organizadas de manera institucional alrededor de la universidad: transmitir conocimientos existentes y generar nuevo conocimiento. La doctrina tradicional sobre la libertad de expresión tiene poco que ver con las condiciones necesarias para que esas funciones se cumplan. 

Post recorre algunos ejemplos que muestran esa tensión, como el hecho de que la autocensura y la censura de nuestros pares no sólo no es incompatible con la libertad académica sino que es el mecanismo a través del cual se sostienen los estándares disciplinarios que permiten producir conocimiento; o—por ejemplo—que los docentes no pueden elegir hablar de cualquier cosa en sus clases (están limitados por la disciplina, por el currículum, por el programa). Es posible imaginar otros, como el hecho de que los estudiantes tienen obligaciones que les obligan a expresarse, les prohíbe hacerlo en ciertas circunstancias (hablar en clase), en relación a ciertos temas (están atados por las premisas de los exámenes), etcétera. La vida académica supone participar de una práctica social ordenada por roles diferentes, poco parecidos al binomio representantes y representados alrededor del cual se estructura la visión que vincula a la libertad de expresión con la vida política, y que hace a la esencia de la jurisprudencia comparada sobre ella. 

Si son—entonces—cosas distintas, necesitamos reafirmar lo que la libertad académica es. Es útil para ello recordar principios básicos sostenidos desde hace más de cien años por la American Association of University Professors (AAUP), la principal asociación de profesores universitarios de Estados Unidos. Estos principios sostienen que la libertad académica encierra tres libertades: la libertad de investigar, la libertad de enseñar, y la libertad de expresarse fuera de la universidad. De mis conversaciones con profesores locales surge que la crisis actual afecta a las tres dimensiones, y que puede deberse a causas diversas: la emergencia del safetysm como aproximación preponderante a espacios de discusión académica, el deseo natural de agradar a otros que genera dinámicas de complacencia en los profesores (socializados en el pensamiento del departamento y de sus superiores), el bajo compromiso de las autoridades universitarias para respaldar a puntos de vista chocantes o perturbadores, su vulnerabilidad ante presiones externas, etcétera. 

Indudablemente las audiencias del comité del Congreso de los Estados Unidos que investigó—entre otras cosas—las reacciones de las autoridades universitarias a las protestas que se generaron después del ataque terrorista de Hamas del 7 de octubre a Israel y la guerra posterior contribuyó a empeorar la situación. El disparador de ello fueron las audiencias públicas  a las que fueron sometidas autoridades universitarias por un puñado de representantes de la Cámara de Representantes en diciembre de 2023. Las audiencias ocurrieron en un ambiente hostil, y la defensa básica de principios de libertad académica costó sus puestos a las presidentas de Harvard y Pennsylvania. Cuando meses después la presidenta de Columbia Minouche Shafik fue a declarar, su posición de deferencia y pleitesía a un procedimiento legislativo inquisitorial y de connotaciones macartistas le terminó costando su puesto. La combinación de la presión legislativa informal y la presión ejercida a través de las juntas directivas resultaron en presidentes eyectados de sus puestos y revelaron que las principales universidades de Estados Unidos tienen autonomías muy limitadas. 

En resumen, los problemas del sistema universitario en Estados Unidos parecen estar relacionados con una creciente intervención del Estado (a nivel provincial, a partir de leyes que buscan incidir en lo que las Universidades—especialmente públicas—hacen o dejan de hacer), autoridades universitarias con poco coraje, profesores que se autocensuran, estudiantes con espíritu censurador y cierta cultura excluyente que es incompatible con la actividad académica. ¿Tenemos algunos de estos problemas en América Latina? ¿Qué ocurre en Argentina frente a la crisis presupuestaria actual del sistema universitario? Una respuesta rápida y relativamente correcta es que no: el Estado no se mete en los programas ni en los planes de estudio, las autoridades universitarias gozan de una autonomía relativamente alta—su autonomía es, de hecho, una de las grandes conquistas de la reforma universitaria que ya lleva más de cien años de vigencia y que merecería cierta actualización—, los profesores no se autocensuran de manera exagerada (por fuera de la autocensura necesaria para participar de una disciplina que produce conocimiento), los estudiantes no reclaman espacios seguros ni parecen temer a ideas diferentes ni exigen la expulsión de profesores que no les gustan. 

Y sin embargo, hay algunas señales de alarma. No lidiamos con estudiantes con espíritu censurador, ni que se ofenden fácilmente. Pero a veces parece que lidiamos con estudiantes apáticos o desinteresados. No lidiamos con autoridades cobardes, pero tampoco reformistas—la Universidad es una institución enorme, que se mueve lenta e inercialmente. La economía política de la Universidad transcurre por canales radicalmente diferentes a los de Estados Unidos: no se trata de la presión de donantes privados, ni la posibilidad de que regulaciones direccionadas afecten las formas en que se invierten los endowments, sino de discusiones presupuestarias corrientes. La transmisión de conocimiento está estructuralmente separada de la producción de conocimiento nuevo (porque el Conicet funciona de manera independiente). Y si bien este año ha mostrado a un movimiento universitario activo para actuar en defensa propia, no se ve—aún—una agenda renovadora. Y ella sería necesaria, porque la crisis de la Universidad es global y se vincula con la crisis general de otras instituciones de confianza como la prensa o los partidos políticos, lo que explica por qué el gobierno argentino actual—en un claro movimiento populista—las elige como enemigo. La libertad académica debería ser un gran escudo de defensa contra esos ataques.