Criminalización de la protesta, el constante intento de meter la mugre abajo de la alfombra.
Un conjunto de diputados de la oposición encabezados por Martín Tetaz parecen interesados en restringir la protesta social. En las últimas semanas no solo presentaron un proyecto de ley que limita la protesta social, sino que también presentaron otro proyecto de ley para convocar a una consulta popular vinculante sobre este mismo proyecto. La Constitución Nacional establece mecanismo en el art. 40 y estos diputados parecen creer que, ya sea por la vía puramente representativa o por el camino del referéndum, la protesta social debe ser regulada.
El debate por la regulación de la protesta social es viejo en nuestro país. La década del 90 vio nacer una nueva forma de politicidad que trajo aparejado un nuevo repertorio de acción colectiva. Este nuevo repertorio incluyó, entre otras cosas, piquetes, cortes de ruta y cortes de calle. Si bien la primera reacción del Poder Judicial fue entender a estas formas de reclamo como delitos, la aparición de nuevos argumentos (1) y un cambio en el discurso del gobierno nacional (2) parecieron haber resuelto la cuestión en favor de la protesta.
En términos generales podríamos decir que este cambio de orientación estuvo relacionado con haber entendido que la protesta era, en primer lugar, un acto expresivo por el que grupos generalmente desaventajados reclamaban un cambio en las políticas públicas a sus representantes. Dado que el acceso a los medios tradicionales de comunicación es sumamente dificultoso para una gran parte de la ciudadanía y el grave deterioro de las condiciones materiales de existencia, amplios sectores de la sociedad perdieron la confianza en sus representantes y encontraron en la protesta una forma efectiva de manifestar este descontento. Este proceso de desconfianza hacia los representantes tuvo como momento cumbre las protestas de diciembre de 2001 y su famoso ¨que se vayan todos¨. Así, lo natural para los procesos políticos que fueron hijos del 2001 fue no criminalizar la protesta social.
Sin embargo, esta discusión parece no haberse cerrado. Ya en 2014 la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner pidió que se regulara la protesta social, a lo que le siguió un proyecto de ley en este mismo sentido presentado por Carlos Kunkel. En comparación con el proyecto de Tetaz, el de Kunkel era menos restrictivo por no excluir del todo a la vía pública como espacio para la protesta. Sin embargo, tanto la existencia del proyecto como el apoyo presidencial muestran que la protesta social nunca dejó de ser un tema que preocupó a actores relevantes en diversos espacios políticos.
No quiero adentrarme acá en los problemas que implica la regulación de la protesta social para la libertad de expresión. Como dijimos, ellos ya fueron abordados tanto por la literatura especializada como por una serie de instituciones relevantes. Muy resumidamente podemos decir que la protesta es una forma de accountability social en la que sectores generalmente desaventajados de la sociedad buscan cambiar la orientación de las políticas públicas dispuestas por sus representantes. Por lo tanto, proteger la protesta es proteger el discurso político de sectores con una baja capacidad de influencia sobre la agenda pública.
Más allá del valor de estas respuestas a los intentos de regulación de la protesta, en lo que sigue quisiera poner el foco en otro aspecto de este fenómeno. Más específicamente, me interesa pensar a la protesta como un síntoma de los problemas del sistema representativo contemporáneo. Creo que estos síntomas no son consecuencia de ningún conjunto específico de políticas (aunque las malas políticas echen leña al fuego), sino de elementos estructurales de nuestra organización institucional.
Como todos sabemos, estamos atravesando una crisis de representación. Si bien los ciudadanos de diversas partes del mundo siguen creyendo que la democracia es la mejor forma de gobierno, el desencanto con los representantes es cada vez mayor(3) y podemos observar la aparición de outsiders y líderes populistas(4) que afirman ser diferentes del resto de los representantes porque ellos sí encarnan la voluntad popular. Argentina no parece ser la excepción a la regla.
En este contexto, parecería que la constante presencia de grupos relevantes de ciudadanos que sienten que sus demandas no son escuchadas es una de las formas en las que se manifiesta el problema representativo. En este punto alguien podría decirme que el problema es que los representantes que tenemos no escuchan a la gente, pero que si lo hicieran entonces la crisis de representación desaparecería. Creo que esto no es así. En primer lugar, si la sensación de no representación fuera consecuencia de las decisiones de la dirigencia política argentina, no observaríamos este mismo fenómeno alrededor del mundo. En segundo lugar, la recurrencia de estas crisis debería llamarnos la atención. Si a pesar del recambio político la gente sigue sintiendo que sus representantes no la escuchan, parece sensato creer que la explicación de este fenómeno excede a un grupo específico de personas. Por lo tanto, deberíamos buscar las causas de este fenómeno en elementos que sean comunes a las democracias representativas.
El primer elemento que podemos ver con sospecha si hablamos de una crisis de representación es, justamente, la representación. Más específicamente, creo que debemos preguntarnos si todavía nos satisface la noción de representación que fundamenta nuestras instituciones. Las democracias contemporáneas están estructuradas en torno a una concepción electoral de la representación, es decir que creemos que alguien representa a la ciudadanía cuando fue votado por ella para hacerlo. Esta no era la única concepción disponible, sino que fue una de las tantas que caracterizaron a la disputa política de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, y su elección persigue un doble objetivo: por un lado, permitir que los ciudadanos puedan controlar a los representantes mediante el voto periódico. Por otro, establecer un mecanismo que seleccionara a un grupo de personas especialmente aptas para gobernar (5). Así, según Bernard Manin, la característica fundamental de las elecciones es que son indisociablemente democráticas por la capacidad de control que dan a la ciudadanía y elitistas porque quienes terminan efectivamente gobernando son los que poseen una serie de cualidades especiales. Es decir que no esperamos que los representantes sean como nosotros, sino que sean mejores.(6)
Podemos ahora imaginar una explicación de la crisis que describí más arriba. Si quienes gobiernan son personas con una serie de características particulares, parece sensato pensar que su socialización, sus intereses y sus sesgos también son particulares. Dado que la actividad de los representantes es, en última instancia, la actividad de un grupo de personas, es dable esperar que el producto de su trabajo reproduzca los sesgos que aparecen de forma más o menos repetida en las instituciones representativas. Así, cuando la ciudadanía siente que los representantes no reflejan sus intereses, no actúan como lo haría ella o están enfrascados en discusiones que le son lejanas, ello no es un fenómeno aislado sino una consecuencia del diseño institucional.
Cuando los diputados de Juntos por el Cambio quieren limitar la protesta social no sólo están restringiendo el ejercicio de la libertad de expresión de grupos desaventajados, sino que atacan de forma parcial y mal orientada los problemas representativos que aquejan a nuestras democracias. Lejos de meterse con las causas del problema, este grupo de diputados parece estar preocupado por sus síntomas. Así, no aparece en este ni en ningún otro proyecto una propuesta para reducir la distancia que existe entre representantes y representados, sino que simplemente les interesa que sus manifestaciones no afecten a otra parte de la ciudadanía.
Si bien una buena parte de las innovaciones institucionales que se siguen de abandonar la concepción puramente electoral de la representación requerirían cambios institucionales a nivel constitucional y por lo tanto un alto nivel de consenso político y social (7), otro conjunto de innovaciones institucionales podrían ser compatibles con nuestro texto constitucional. En particular estoy pensando en espacios de deliberación ciudadana, iniciativas de ley (8) o espacios participativos que permitan diseñar consultas populares sin que su contenido esté determinado exclusivamente por las decisiones de los representantes. Así, quedan caminos participativos por recorrer incluso dentro de nuestro arreglo constitucional.
En conclusión, tanto el proyecto de Martín Tetaz como otros que buscaron limitar la protesta social están tratando de esconder los problemas que aquejan a los sistemas representativos. Si estos problemas surgen de los fundamentos mismos de la representación tal como la entendemos, la respuesta tendría que empezar por pensar por fuera de las limitaciones que esta concepción de la representación nos impone y buscar diversas formas de innovación institucional. En definitiva, restringir la protesta es solamente una forma de meter la mugre abajo de la alfombra.
Notas al pie:
(1) Los argumentos de Roberto Gargarella fueron criticados por Mauro Benente aquí.
(2) Las consecuencias prácticas de este cambio de discurso oficial son discutibles. Para profundizar sobre este punto, se puede consultar aquí.
(3) Ver el informe 2021 de Latinobarómetro
(4) Muchas veces una misma persona reúne ambas características
(5) En Argentina el ejemplo más claro que tenemos es la caracterización que hace Alberdi de la representación como filtro.
(6) Algunos años atrás leí una nota en la que se resaltaba que, entre diputados y senadores, 47 representantes no tenían título universitario. El primer aspecto destacable de la noticia es lo distinto que es el cuerpo de representantes respecto a la sociedad. Mientras que un quinto de los argentinos tiene un título universitario, en el grupo de los representantes esta proporción escala a aproximadamente cinco sextos. El segundo elemento interesante en la nota es que quien la escribe parece encontrar un problema en que un sexto de los representantes no cuente con un título de grado. Así, parece que la forma en la que entendemos la representación hace que aspiremos a contar con representantes que se hayan formado tanto como sea posible.
(7) Si bien en principio parecería que este consenso entre representantes es imposible de lograr porque ellos son justamente los beneficiarios del esquema institucional actual, casos como el de British Columbia muestran que a veces el descontento social es tan grande que la única forma de salvar una porción de poder es ampliando los espacios de participación ciudadana.
(8) Este instituto está previsto en nuestra Constitución pero, a pesar de lo que manda el texto constitucional, casi ninguna iniciativa fue tratada por el cuerpo de la Cámara de Diputados.