La decisión de múltiples plataformas de excluir de sus servicios a Donald Trump importa un punto de inflexión en el presente de la democracia que aún no comprendemos cabalmente. Un puñado de empresas privadas, sólo responsables ante sus accionistas y usuarios, decidieron que el presidente saliente de un país democrático sea efectivamente excluido del debate público, o al menos de una de sus principales formas—-la más cercana, horizontal y directa.

Esa decisión esconde una serie de problemas y desafíos, que este breve comentario propone exponer.

El primero es que no hay dudas de que la decisión está justificada por el derecho estadounidense, que es el derecho aplicable a empresas fundadas, creadas y basadas en ese país. Hay dos fuentes legales que resguardan la decisión de las empresas. Primero, la Primera Enmienda a la Constitución, que les asegura a título individual el derecho de decidir qué publican y qué no. Ofrecen un servicio privado, y ellos deciden con la libertad casi absoluta que la Primera Enmienda proclama a quién prestar el servicio y a quién no. Para la ley, cualquiera de estas plataformas goza de los mismos derechos que un pequeño panfletista con un mimeógrafo en un garage: él decide qué publica y qué no y nadie le puede decir nada al respecto. La segunda fuente es la sección 230 de la Communications Decency Act de 1996, que además libera a los intermediarios de Internet de responsabilidad por los contenidos subidos por terceros sin su intervención, bajo ciertas condiciones. Esta regulación estuvo especialmente diseñada para el ecosistema de comunicación horizontal que surgió con Internet, y en cierto sentido sus 26 palabras dieron forma a la Internet que tenemos hoy en día. Todos los servicios de hosting y publicación de contenidos están protegidos por esa norma.

El derecho vigente no alcanza, sin embargo, para entender el problema. Éste se encuentra atravesado por prácticas, expectativas, y desacuerdos profundos sobre lo que el debate público debe ser y sobre los roles que le dan forma en el wild new world de la world wide web. Un mapeo completo de estas corrientes es difícil de trazar, pero debería incluir al menos los siguientes componentes.

  • Existe un duopolio de plataformas móviles y un oligopolio de servicios de nube que, por razones de mercado, ejercen un poder enorme que determina en gran parte lo que Internet es para la mayoría de los usuarios. Esa concentración de poder ocurrió bajo la mirada displicente de autoridades regulatorias de todo el mundo, pero el principal problema estuvo—-por supuesto—-en EEUU, el país con más poder de fuego en la materia. Los “efectos de red” de compañías que se dedican a conectar personas que no se conocen entre sí tienden a la concentración. Sin acciones estatales decisivas es difícil, si no imposible, combatir esas tendencias.
  • El poder de estas grandes plataformas las convirtió en objeto de presión por parte de estados de todo el mundo, quienes siempre tienen la posibilidad de amenazar—-con grados diversos de seriedad—-con regulaciones anti-monopólicas que obliguen, p.ej., a desagregar negocios horizontal o verticalmente integrados. Ello hizo que las plataformas estén especialmente atentas a las demandas de los políticos de todo el mundo. Con un discurso cuidadosamente construido de colaboración, desplegaron—-alrededor del mundo—-ejércitos de abogados y cabildeantes dispuestos a tomar las opiniones de los actores estatales más diversos para diseñar sus propias políticas y dar respuestas a esas demandas. Éstas son, por lo demás, múltiples: fueron desde prohibir el discurso blasfemo hace algunos años a lidiar con el “discurso de odio” recientemente. Las presiones son cruzadas: izquierdas y derechas piden a las plataformas cosas distintas y éstas intentan, en la medida de lo posible, dar respuesta a todos.
  • Donde esas presiones se vuelven urgentes es, sin embargo, en dos ciudades: Washington y Bruselas. (Hace tiempo que las plataformas cedieron a los deseos de Beijing). Ambos centros de poder disponen del poder de fuego regulatorio del que los países periféricos carecemos. Las presiones allí generadas—-en forma de amenazas de regulación, proyectos o regulaciones efectivas—-tienden a surtir efectos. En este sentido, la suspensión de las cuentas de Trump en las principales redes sociales del mundo dan cuenta del peculiar escenario político del invierno de Washington: un presidente saliente desatado, que violó todas las convenciones democráticas de las transiciones, que alimentó las más desvariadas teorías conspirativas sobre el resultado de las elecciones de 2020 y que, finalmente, perdió el poder. La manifestación del 6 de enero buscó generar un escenario de presión sobre un Congreso que estaba por validar el resultado del proceso electoral—-la última ocasión en que los desvaríos conspirativos del Trumpismo podrían hacer algo vinculado al proceso electoral que quita a Trump de la Casa Blanca y lo regresa a su torre de Manhattan.
  1. A la suspensión de las cuentas de redes sociales siguieron otras acciones similares—-deplatforming y lo que Onna Hattaway y Scott Shapiro llaman outcasting—-la privación de “los beneficios de la membresía” a los individuos desobedientes. Servicios de pago que se niegan a prestar servicios y hasta bancos que rechazan mantener a los señalados como clientes. Todo esto que parece nuevo tiene, en realidad y como todo, antecedentes diversos y milenarios: la muerte civil, el exilio y el ostracismo son algunas de las formas antiguas que tienden irónicamente a reaparecer bajo nuevos ropajes en momentos inciertos. El ostracismo de Trump, al que se llega luego de cierta escalada en moderación de sus contenidos a medida que su condición de outsider anti-sistema (!) emergía como más y más peligrosa, presenta una serie de desafíos sobre cuestiones diversas importantes para la democracia y la libertad de expresión, y sus condiciones de posibilidad, en el futuro inmediato. Dentro de esos desafíos mencionaría los siguientes:a. La libertad de expresión. El derecho vigente y la Primera Enmienda de los EEUU resguardan lo que hicieron plataformas e intermediarios. Pero por diversas razones—-posición dominante, presiones cruzadas, demandas de usuarios y actores regulatorios—-las plataformas privadas buscan fundar éste tipo de decisiones en razones públicas convincentes, no simplemente en argumentos de autoridad basados en la Primera Enmienda. Así, en los últimos años han desarrollado términos y condiciones y “guías de la comunidad” cada vez más complejos, en lenguajes que intentan imitar el discurso “de derechos” propio del derecho constitucional. Este mundo, que el proyecto Letra Chica del CELE y Linterna Verde busca iluminar, es increíblemente cambiante y constituye el marco normativo parcialmente auto-impuesto que efectivamente pretende controlar las decisiones de las plataformas. Sin embargo, el hecho de que estas empresas hayan optado por esta pretensión de razones públicas sugiere que—-en realidad—-se tratan de verdaderos foros públicos en los que sus decisiones no son, o no deberían ser, completamente autónomas. Se trata de una categoría algo antigua del derecho constitucional de los EEUU que limitaría el poder de las plataformas de excluir a actores basados en su punto de vista—-una forma elegante, quizás, de alcanzar una regulación estatal efectiva sobre estos espacios.b. La regulación eficiente. Incluso si por vía judicial o regulatoria el derecho constitucional de EEUU llegase a esa conclusión, el problema no estaría resuelto. Ello por lo siguiente: ese derecho es muy diferente al derecho de muchos otros países occidentales, en dónde el discurso está mas restringido y el balance entre la libertad de expresión y otros derechos (p.ej., el honor) es distinto. Una solución de derecho constitucional de EEUU no alcanzaría para aplacar todas las quejas, a menos que el derecho constitucional de EEUU cambie en el camino. Esas diferencias son profundas pero hay un punto especialmente polémico: los discursos racistas, misóginos, nacionalistas, que ingresan en la algo difusa categoría de “discursos de odio”, que para muchos no es libertad de expresión, pero para muchos otros sí. Este desacuerdo se encuentra allí, en el futuro, esperándonos para cuando encontremos un mecanismo eficiente de regulación.

    c. El fracaso del modelo soberanista. Encontrar un mecanismo eficiente de regulación no pasa sólo por acordar el contenido que deben tener las normas, sino el mecanismo que permitiría crearlas. Y es un error algo inocente creer que el problema es que el estado no está presente o no actúa, el problema es mucho más serio: la regulación de empresas multinacionales que ofrecen servicios remotos y que en general no tienen presencia jurídica en los países en los que prestan servicios no puede estar basada en el paradigma soberanista de poderes legislativos democráticamente elegidos. Estaba tentado a sostener que es un modelo agotado, pero en realidad nunca funcionó para Internet y resulta torpe insistir con que el futuro de la regulación vendrá por ese lado. El futuro, por supuesto, no está escrito pero quizás se parezca a los modelos híbridos de auto-regulación controlada o co-regulación que Marsden et al. describieron recientemente.

    d. La polarización. Finalmente, hay un problema aún más serio que el vinculado a los desacuerdos sobre el discurso de odio o el hallazgo de un mecanismo jurídico eficiente de regulación: la creciente polarización política de sociedades angustiosamente cruzadas por divisiones que impiden que unos hablen con otros. Este fenómeno no es reciente, pero está detrás de la actual “crisis” que parecen estar atravesando muchas democracias occidentales. El problema excede ampliamente la cuestión de las redes sociales, pero decisiones como el deplatforming de actores percibidos como “perdedores” en esa encrucijada van a tener un efecto, por ahora incierto, en ese problema. Es difícil imaginar cómo eso no agudiza, en lugar de ayudar a resolver, esos problemas.