17 de junio de 2021
La libertad de expresión es un derecho fundacional de los sistemas constitucionales modernos. Ha sido identificada como la “piedra angular” del sistema democrático y como un derecho a priori, sin el cual la democracia no puede funcionar. Como casi todos los derechos, sin embargo, la libertad de expresión se ve fuertemente afectada por la desigualdad que caracteriza a la mayor parte de las sociedades occidentales, un problema central de nuestros tiempos que afecta de una manera especialmente aguda a los países de América Latina. La libertad de expresión es igual para todos sólo desde el punto de vista formal de la igualdad ante la ley: no todos gozan de este derecho en las mismas condiciones. Quienes tienen acceso a recursos suelen poder ejercer su libertad de expresión de una manera más robusta y efectiva, mientras quienes no enfrentan dificultades serias que en muchas ocasiones convierten a este derecho una posibilidad meramente teórica.
El problema de cómo la desigualdad afecta a la libertad de expresión no es nuevo, y numerosos giros doctrinarios ponen a este problema en el centro de la discusión. Así, el problema de la concentración en la propiedad de los medios de comunicación ha sido identificado como un problema serio desde el punto de vista de la igualdad. El artículo 13.5 de la Convención Americana considera las violaciones indirectas a la libertad de expresión como aquellas que pueden activarse mediante la restricción discrecional del acceso a recursos necesarios para el ejercicio de este derecho, como el “papel para periódicos … frecuencias radioeléctricas, o … enseres y aparatos usados en la difusión de información”. Lo que intenta es impedir que actores estatales o particulares utilicen el control sobre esos recursos para impedir que ciertos actores puedan ejercer su libertad de expresión de manera eficiente. El acceso a recursos escasos también ha sido objeto de construcciones del derecho fundadas en su dimensión “social”, como—por ejemplo—la fairness doctrine desarrollada por la Federal Communications Commission en los Estados Unidos, que fuera validada por la Suprema Corte de ese país en el caso Red Lion. Por otro lado, los medios públicos—estatales y no gubernamentales—y los medios comunitarios tienen el potencial de promover contenidos y acceso a voces que el mercado excluye. Finalmente, el acceso universal a Internet se presenta como una condición necesaria para una agenda digital inclusiva.
La desigualdad explica todos los desarrollos señalados en el párrafo anterior por el sistema interamericano.
El problema puede plantearse en términos generales de la siguiente manera: la libertad de expresión es un derecho desigualmente distribuido, del que gozan plenamente sólo los miembros más privilegiados de la comunidad política de que se trate. Cuanto más recursos a disposición, más pleno es el goce del derecho. La contra cara de esa realidad es que cuanto menos recursos tengan las personas a su disposición, menos efectivo o eficiente es el ejercicio de este derecho. Esta realidad impacta de manera directa en la ciudadanía democrática, ya que la libertad de expresión es uno de los derechos y prerrogativas centrales de esa condición social y jurídica. El desafío entonces consiste en encontrar mecanismos eficientes capaces de equilibrar el campo de juego del ejercicio de este derecho.
Hay al menos tres estrategias que se pueden utilizar para enfrentar este problema, que presentamos identificando a los actores de manera binaria entre quienes tienen más recursos (+R) y quienes tienen menos (-R).
- Impedir que +R controlen todas las vías de expresión.
- Garantizar el acceso de -R a las vías de expresión.
- Silenciar a +R para que los -R puedan tener una participación efectiva en el debate público.
Los mecanismos explorados por la CIDH—que representan aproximaciones más o menos usuales, al menos en las democracias occidentales—son buenos representantes de las opciones 1 y 2. Así, el mandato de combatir la concentración de la propiedad de los medios sigue claramente la lógica (1), mientras que el acceso universal a Internet o los medios comunitarios siguen la lógica (2). La estrategia (3), sin embargo, ha sido considerada hasta el momento como incompatible con la Convención Americana, porque supone una restricción severa a la libertad de expresión de +R que sería incompatible con la dimensión individual de la libertad de expresión. En este sentido, cabe recordar que la Corte Interamericana ha dicho que tanto la dimensión individual como social de la libertad de expresión deben resguardarse simultáneamente y no puede invocarse una dimensión para socavar a la otra. La opción (3) se encuentra, entonces y en principio, prohibida por el sistema interamericano.
Esto sin embargo no resiste un escrutinio escrito. En cierto sentido, la opción (3) está presente en las restricciones a los gastos privados en materia electoral, vigentes en la mayoría de las democracias occidentales, que en ocasiones hasta prohíben esos gastos y sostienen el financiamiento público de las campañas. El objetivo de esas restricciones no sólo es legítimo sino imperioso, porque busca impedir que los intereses más poderosos—con acceso a más recursos—capturen el proceso político democrático. Pero si bien la acción puede conceptualizarse bajo el paradigma (3), también es cierto que puede entenderse como un caso de (1): un intento por impedir que el proceso de deliberación que precede a los actos electorales sea capturado por los +R.
Una propuesta similar pero maś controvertida fue la desarrollada por feministas en la década de 1990 en contra de la pornografía. Así, Andrea Dworkin y Cahterine MacKinnon sostuvieron que la pornografía tiene un efecto dañino sobre las mujeres, porque las representa en condiciones de sumisión, como víctimas de violencia, etcétera. Ese efecto produce, según estas autoras, un daño sobre el estatus de las mujeres en general como integrantes de la comunidad política democrática y afecta su “estatus igualitario” en esa dimensión. Este argumento fue rechazado por autores como Ronald Dworkin y Owen Fiss, que aunque ven algún tipo de conexión entre ese discurso y los efectos que el mismo produce sobre la consideración social de las mujeres, niegan que el mismo sea lo suficientemente poderoso como para justificar apartarse del principio general de resguardo de la libertad de expresión individual. Un argumento similar se podía hacer respecto del “discurso de odio” y sus efectos sobre las minorías raciales o religiosas víctimas del mismo.
En todo caso, detrás de ese argumento había una demanda de que sea el estado quien prohíba al menos algunas formas de pornografía o discursos de odio. En los últimos tiempos, sin embargo, hemos visto que se ponen en acción otros mecanismos no estatales para alcanzar resultados similares. Ellos no sólo no se basan en una limitación a la libertad de expresión, sino que se sostienen sobre su ejercicio robusto: la crítica es utilizada para excluir a ciertas expresiones o a ciertas personas del debate público. Este fenómeno social complejo tiene diversas expresiones, desde la decisión de suspender las cuentas de Donald Trump de las principales plataformas intermediarias en enero de 2021 hasta las decisiones de sancionar socialmente a personas por los puntos de vista o conductas pasadas o presentes consideradas reprochables: la exclusión de sus posiciones académicas o profesionales y la culminación de vínculos comerciales son algunos de los efectos que éste tipo de crítica producen. Hay decenas de ejemplos en los últimos años, desde la baja de la serie del comediante Louis C.K. de HBO luego de que se conocieran conductas de acoso y abuso de su parte; la cancelación del contrato de edición de la biografía de Woody Allen; la pérdida de sponsors de Colin Kaeparnik o el boicot de radios de música country a las Dixie Chics luego de que éstas se opusieran a la guerra de Irak.
Esta dinámica presenta un dilema en materia de libertad de expresión que es necesario explorar en profundidad. La exclusión del debate público y la búsqueda de sanciones “sociales”, ¿es un objetivo legítimo que es dable perseguir a través del ejercicio de la libertad de expresión? En cierto sentido la respuesta es obviamente positiva, pero a la vez esa exclusión o esas sanciones parecerían “empobrecer” el debate público porque (a) generarían autocensura y (b) derivaría en un debate público menos diverso. Si el objetivo de la libertad de expresión es generar un debate abierto, robusto y deshinibido, ¿los mecanismos sociales de control del debate público no tienden a producir inhibiciones que empobrecen el debate? Por otro lado, ¿no es acaso ésta la realidad de cualquier comunidad política, regida no sólo por normas legales—que aquí se encuentran fuera de discusión—sino también por normas sociales, morales y de decoro que siempre han identificado a ciertos discursos como aceptables y a otros como inaceptables? Desde el paradigma de la libertad de expresión, ¿es deseable “combatir” estas prácticas sociales que se han dado en llamar cultura de la cancelación o—por el contrario—esta dinámica, por más problemática que nos parezca, se encuentra resguardada precisamente por el derecho que decimos sufre como consecuencia de su activación? Por último, la exclusión de ciertas voces y expresiones, ¿contribuye a combatir la polarización política que afecta a muchas sociedades occidentales o—por el contrario—la alimenta? Éste parece ser un dilema relevante de cara al futuro inmediato de la libertad de expresión, especialmente en contextos de polarización política en los que un debate “común” e integrador de las distintas miradas sociales parece cada vez maś esquivo.