La batalla por la inclusión es más que lingüística 

Introducción

En los últimos años hemos visto que ha cobrado cada vez más relevancia la discusión sobre la utilización del lenguaje inclusivo. Esta discusión no sólo se centra en la viabilidad o no de este lenguaje, sino que además alcanza a las modalidades que éste puede adoptar así como a su prohibición o permisibilidad de uso en distintos entornos (estatales, educativos, actos de la administración pública, etc.). En este artículo, primero vamos a reseñar los diversos desarrollos regulatorios (resoluciones y proyectos de ley) en Argentina y las reacciones de distintos actores de la sociedad frente a éstos. Luego analizaremos a qué nos referimos cuando hablamos de lenguaje inclusivo y explicaremos brevemente la falta de acuerdo en relación a su definición, para luego adentrarnos en los argumentos a favor y en contra de su utilización. Finalmente, explicaremos el potencial impacto que los desarrollos regulatorios mencionados pueden o no tener sobre el derecho a la libertad de expresión e indicaremos aquellas preguntas que parecen quedar sin respuesta pero que es necesario atender en esta discusión. Adelantando nuestra conclusión, esta falta de respuestas se debe en parte a que estamos frente a una discusión que es más bien política y legal y no meramente lingüística.

La Resolución 2566/MEDGC/22 y los proyectos de ley presentados ante el Congreso argentino

El 9 de junio de este año el Ministerio de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (en adelante, CABA) emitió la Resolución 2566/MEDGC/22 mediante la que se establece que los/as docentes en el ejercicio de sus funciones en los establecimientos educativos de los niveles inicial, primario y secundario, de gestión estatal y privada, deberán desarrollar las actividades de enseñanza y realizar las comunicaciones institucionales de conformidad con las reglas del idioma español, sus normas gramaticales y los lineamientos oficiales para su enseñanza. La medida aplicaría únicamente a los contenidos que se dicten en clase, al material que se les entregue a estudiantes y a documentos oficiales de los establecimientos educativos. 

Esta resolución recibió el repudio por parte de varias organizaciones de la sociedad civil, gremios, el gobierno nacional y organismos de CABA por considerar que prohibía la utilización del lenguaje inclusivo en las aulas y por violar la libertad de expresión. Esta decisión del gobierno de la Ciudad se habría tomado luego de los resultados obtenidos por los estudiantes en las evaluaciones realizadas en lengua con posterioridad a la pandemia. Asimismo, en la página web del gobierno se expresa que “la nueva norma se basa en la premisa de que la lengua española brinda diversas opciones para comunicarse de manera inclusiva sin necesidad de tergiversarla, ni de agregar mayor complejidad a la comprensión y fluidez lectora”. Entonces, para el gobierno de CABA el lenguaje inclusivo, al no seguir las reglas ortográficas unificadas de la lengua castellana impediría la comprensión y la lectura de quienes deben ser educados/as y, por lo tanto, debería ser evitado.  

De hecho, con posterioridad al dictado de esta norma en distintas legislaturas provinciales de Buenos Aires, Santa Fe, La Pampa y Tucumán se presentaron proyectos legislativos que buscan restringir el uso del lenguaje inclusivo. Aunque, en los casos de las provincias de Buenos Aires y Santa Fe los gobiernos locales se manifestaron en contra de estos proyectos.

De todos modos, esta resolución se da en un contexto más generalizado y trae a la agenda pública un debate que ya tiene su tiempo. Por fuera del ámbito educativo, a nivel nacional, encontramos varios proyectos legislativos que buscan regular el uso del lenguaje inclusivo.  Por ejemplo, el 30 de mayo de este año se presentó en la Cámara de Diputados de la Argentina el proyecto de ley 2632/2022 que dispone la utilización del “correcto idioma español, respetando las normas que establece la Real Academia Española” en el ámbito de la Administración Pública y sus entes descentralizados. Dicho de otra manera, el proyecto tiene como objetivo impedir la utilización del denominado lenguaje inclusivo. Además dispone que el funcionario público (en masculino genérico claro está) que incumpla con lo ordenado en el proyecto incurre en falta grave y quedará expuesto a responsabilidades administrativas y penales. Finalmente, el proyecto invita a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y a las provincias a adherir. 

A este proyecto de ley se suman otros presentados en el Senado (2721/2021 y 1526/2021) que también buscaban prohibir el uso del lenguaje inclusivo en la redacción de documentos oficiales y de las presentaciones que pudieran realizar las personas ante las autoridades nacionales. Pero a diferencia del proyecto de ley de este año, éstos también prohíben su uso en establecimientos escolares. En ambos  proyectos, se destaca la necesidad de mantener el correcto uso de la lengua castellana y se rechaza el lenguaje inclusivo por motivos similares a los utilizados por la Resolución de CABA: impedir la comprensión y dificultar la lectura.

Por otra parte, en el año 2021 se presentó un proyecto de ley que tenía un objetivo distinto. Según sus fundamentos, buscaba “garantizar el ejercicio del derecho a la libertad de expresión en el empleo de la pluralidad de usos lingüísticos que abarca el lenguaje inclusivo de género, en todos los ámbitos en los que las personas desarrollan su vida social”. En contraposición a los proyectos mencionados anteriormente, éste buscaba garantizar su uso en documentos oficiales y en establecimientos educativos pero sin volverlo obligatorio. A diferencia de los otros proyectos, éste ancla la posibilidad de intervenir en el lenguaje utilizado en el derecho a la libertad de expresión y esta afirmación no es insignificante. Además, se sustenta en recomendaciones de organizaciones internacionales en relación al lenguaje inclusivo en cuanto al género (de hecho, las Naciones Unidas tienen sus propias recomendaciones en torno al empleo de un lenguaje inclusivo en cuanto al género en español), la Ley de Identidad de Género 26.743, decisiones adoptadas en el marco de instituciones universitarias que permiten su utilización y destaca el Decreto Presidencial N° 476/21, que autorizó a incluir la opción X en el Pasaporte y en el Documento Nacional de Identidad para las personas no binarias.

Como puede verse, encontramos proyectos de ley que prohíben la utilización del lenguaje inclusivo y proyectos de ley que buscan garantizar su uso en el marco de las instituciones estatales (en actos administrativos, presentaciones ciudadanas y establecimientos educativos entre otros). 

¿Qué es el lenguaje inclusivo y qué modos adopta?

Si bien no pretendemos abordar en esta entrada las complejidades lingüísticas en torno al surgimiento de modificaciones en el lenguaje, refiriéndonos particularmente a la lengua castellana, el lenguaje inclusivo en cuanto al género (o lenguaje no sexista) aparece como una propuesta para poder sortear la utilización histórica del masculino “genérico”, en aras de visibilizar y reconocer a otras identidades.  

Como explica una guía elaborada por el gobierno chileno en relación al uso del lenguaje inclusivo, éste hace referencia a toda expresión verbal o escrita que utiliza  preferiblemente vocabulario neutro para evitar cualquier estereotipo vinculado a un género en particular. Otra guía, elaborada por el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de Argentina, explica que este lenguaje puede servir para evitar usos lingüísticos excluyentes de la lengua castellana, esto es “aquellas formas que, en base a una aparente neutralidad, priorizan el género masculino por sobre otros e invisibilizan, excluyen y evidencian la desigualdad que subyace en las formas en las que escribimos, hablamos, en definitiva, en las que nos comunicamos”. Como explica esta guía de recomendaciones del Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social, este lenguaje nos ayudaría a evitar reproducir patrones que se replican en el uso ordinario de la lengua como estereotipos, androcentrismo, invisibilidad de mujeres y diversidades, discrminación, entre otros.  

Ahora bien, el lenguaje inclusivo puede ser implementado de diversas maneras. Una de ellas sirve para promover la identificación o visibilización de particularidades oscurecidas por el uso del masculino genérico de la lengua (por ejemplo, desde una perspectiva binaria en vez de decir “todos deben ser vacunados”, decir “todos y todas deben ser vacunados/as”).  Otra está más vinculada con superar el binarismo e incorporar otro tipo de identidades que no son representadas por la utilización de los géneros masculino y femenino (por ejemplo, “todes deben ser vacunades”, “todxs deben ser vacunadxs”, o la utilización de términos colectivos o impersonales “es necesario vacunarse”, entre otros).

Incluso entre quienes proponen el uso de este lenguaje, no hay consenso sobre si debe incluir ambas modalidades de uso, así como tampoco sobre cómo debe implementarse. Es decir, para algunas personas bastará con incluir ambos géneros binarios en las expresiones, para otras personas será necesario incluir alguna variante que permita receptar las identidades disidentes no binarias (por ejemplo: una “e”, una “x”, una “@”, un “*”, etc), si bien su uso ha sido criticado por invisibilizar la “a” que representa a las mujeres.

La Academia Argentina de Letras considera que la utilización de este tipo de lenguaje (al que no cataloga como tal sino como “el espejo de una posición sociopolítica que desea imponer un grupo minoritario sin tener en cuenta el sistema gramatical del español”) es una manipulación de la lengua para condenar la invisibilidad de la mujer. De hecho, para esta institución no deben forzarse las estructuras lingüísticas del español para que se conviertan en espejo de una ideología. Ninguna de las variantes del lenguaje inclusivo sería aceptable salvo aquella que busca desdoblar los sustantivos en forma masculina o femenina pero siempre que no atente contra la economía del lenguaje y no lentifiquen la sintaxis.

Sin embargo, Santiago Kalinowski, Director del Departamento de Investigaciones Lingüísticas y Filológicas de esta misma institución, considera que el lenguaje inclusivo “tiene como objetivo asentar una posición acerca de una situación de injusticia que se percibe y subsiste en la sociedad de desigualdad de género, y tiene como objetivo animar a un otre a tomar conciencia sobre esa situación de injusticia”.

Entonces, ¿qué pasa con la libertad de expresión y qué pasa con aquellos que no se ajustan al genérico masculino ni al binarismo hegemónico?

Mucho se ha dicho respecto de las prohibiciones al lenguaje inclusivo pero uno de los argumentos centrales está vinculado al derecho a la libertad de expresión. Por ejemplo, respecto de los proyectos de ley mencionados anteriormente que prohíben su uso en la administración pública (y en presentaciones ante esta) se ha expresado que impedir su uso coarta la libertad de expresarse en función de cómo cada persona se identifica. Lo mismo se ha dicho de aquellos proyectos de ley que restringen su uso en establecimientos escolares así como de la Resolución de CABA. De hecho, respecto de la Resolución, Kalinowski sugiere que restringe la libertad de recibir información transmitida de un modo género sensible. En este sentido, es importante recordar que muchas personas (cis, trans, no binaries) pueden no sentirse representadas ni con la utilización del genérico masculino ni con el desdoblamiento de sustantivos y adjetivos. Estas personas, pueden ser quienes enseñan, quienes aprenden, quienes realizan peticiones al estado, quienes emiten actos estatales, entre otros. De este modo, al vedar el uso del lenguaje inclusivo se estaría socavando el derecho a poder expresarse libremente de personas no se sientan representadas por los usos anteriormente mencionados. 

Sin embargo, se abren aquí muchos interrogantes. Para evaluar si efectivamente hubo una restricción ilegítima a la libertad de expresión ¿es razonable aplicar los mismos criterios a un proyecto de ley que a una resolución del ministerio de educación de CABA? Es probable que la respuesta sea no.  Recordemos aquí que las limitaciones al derecho a la libertad de expresión en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos se circunscribe a discursos particulares y, además, éstas limitaciones deben cumplir con el famoso test tripartito (legalidad, necesidad y proporcionalidad).  ¿Es lo mismo prohibir su uso en actos de la administración pública que en presentaciones ciudadanas, alocuciones de autoridades públicas o establecimientos educativos? Aquí también la respuesta parece ser no. Por ejemplo, ¿podríamos decir que se vulnera el derecho a la libertad de expresión si se prohíbe emitir decretos utilizando el lenguaje inclusivo? ¿Daríamos la misma respuesta cuando se le prohíbe a una autoridad nacional hablar en lenguaje inclusivo en sus discursos o cuando se le prohíbe a una persona no binaria realizar peticiones a organismos estatales utilizando un lenguaje distinto del “correcto”? ¿Cómo juega aquí la potestad que tienen las autoridades a cargo de la educación de definir los contenidos y material usado en clase? ¿La potestad que tienen las autoridades educativas de prohibir el dictado de clases en alemán o en lunfardo para facilitar la lectocomprensión aplica también al lenguaje inclusivo?

Sería interesante pensar qué pasaría si existiesen proyectos de ley que ordenen el uso obligatorio del lenguaje inclusivo. En este caso, es probable que nos encontrásemos ante una situación similar: mandar a hablar de un modo podría vulnerar el derecho a la libertad de expresión de quienes no quisieran utilizar la lengua de ese modo. Lo que es peor, correríamos el riesgo de recrear una suerte de policía del discurso. Tanto la prohibición como la obligación, recrean un binarismo que es deseable evitar, sin términos medios, sin matices, sin grises: o es blanco o es negro. Sin embargo, no es esto algo que deba preocuparnos actualmente porque no existen proyectos en Argentina que ordenen  su uso, sino que, por el contrario, sólo buscan permitirlo.

Recordemos también que uno de los argumentos utilizados por el gobierno de CABA estaba orientado a facilitar la comprensión, pero esto no necesariamente es así. Como se explica en este artículolas formas no  binarias comunican la diversidad de género mejor que el masculino y se  procesan igual o más rápidamente”. Más aún,  el gobierno no presentó evidencias sobre cómo la utilización del lenguaje inclusivo en las aulas tuvo una correlación con los malos resultados en las pruebas de lengua. Nuevos interrogantes se abren: ¿se enseña en las escuelas utilizando el lenguaje inclusivo o se trata de un uso coloquial? ¿Impacta negativamente en el “correcto” uso de la lengua por parte de sus hablantes la utilización coloquial de una “e” en determinadas palabras para incluir a personas que no se sienten representadas? ¿Acaso la “e” no puede traer consigo algo valioso, esto es, servir de disparador para discusiones sobre cómo se conforman los géneros en las lenguas y sobre cómo algunos genéricos invisibilizan algunas identidades? ¿Qué pasa con el derecho de quienes enseñan y quienes aprenden a referirse de un modo que refleje sus convicciones o identidades? Es interesante mencionar acá que en Francia, por ejemplo, se prohibió solamente la utilización del lenguaje inclusivo escrito más no así el oral, bajo la razón de que la escritura introducía un punto que impedía la transmisión del idioma francés.

De todos modos, como afirma Kalinowski, estas reacciones no son novedosas. A modo de ejemplo, estas resistencias han ocurrido numerosas veces en el pasado con los cambios en la lengua castellana:  tanto con el uso del voseo así como con la utilización de la palabra “independencia” (a la que, curiosamente, en su momento la RAE clasificó como un “neologismo inútil” para referirse a la emancipación). 

Como explica David Wallace parte del problema reside en identificar la autoridad que establece qué está bien dicho y qué no. El poder de esta autoridad consiste en investir a un determinado dialecto o lenguaje con la apariencia de educación, inteligencia, poder y prestigio. Por esta misma razón es que Wallace aconseja utilizar estas reglas para operar dentro del sistema y advierte sobre los potenciales peligros de un lenguaje políticamente correcto (como por ejemplo el inclusivo): por un lado, se rechaza por no estar investido de esas virtudes y, por otro lado, porque puede traer consigo aparejado una suerte de prescriptivismo inflexible que amenace con sanciones en el mundo real (ya no gramaticales).

Además, con cierta lucidez subvierte la tesis que suele subyacer a las operaciones artificiales sobre el lenguaje y nos indica que es importante entender que las convenciones de uso del lenguaje pueden servir tanto para la reflexión política como un instrumento para el cambio. Confundirlas puede ser peligroso puesto que puede llevar a la creencia de que una sociedad dejará de ser discriminadora o elitista sólo por el mero hecho de cambiar algunas expresiones o usos. La falacia sería: que los modos de expresión de una sociedad producen sus actitudes en vez de que sean un producto de éstas. Sin embargo, algo falta en el argumento de Wallace y es la percepción de que las personas no se sienten representadas por el lenguaje utilizado tal como es.

Como puede verse,  estamos frente a una discusión que no es meramente lingüística, sino que es eminentemente política y legal. Estamos hablando de palabras o de letras que  operan en una lengua establecida con el pretendido objetivo de brindar visibilidad, representatividad y evitar la discriminación y desigualdad. Quizá por razones no del todo disímiles es que Brigitte Vasallo advierte que para lograr estos cambios el lenguaje inclusivo solo no alcanza, puesto que el problema verdadero reside en disputar quién define sobre el lenguaje y cuáles son los límites de la inclusión. Al igual que Wallace, para Vasallo “cambiar algo en el plano simbólico no quiere decir que cambie en lo material” y también debemos prestar atención que quienes proponen estos cambios no se conviertan en una autoridad inflexible alternativa.

Conclusión

En el marco de este debate por el lenguaje inclusivo aparecen aquí tres cuestiones generales que nos parece importante destacar. Primero, ¿podemos impedir con prohibiciones los cambios que se suscitan en la lengua por el uso que hacen de ésta sus hablantes? La historia tiene incontables ejemplos que demuestran lo contrario.  Si el derecho a la libertad de expresión representa “la virtud única y preciosa de pensar al mundo desde nuestra propia perspectiva y de comunicarnos con los otros para construir, a través de un proceso deliberativo, no sólo el modelo de vida que cada uno tiene derecho a adoptar, sino el modelo de sociedad en el cual queremos vivir”, no pareciera legal poder prohibir una de sus manifestaciones por ley. Segundo, es importante identificar que los cambios en el ámbito simbólico no necesariamente traen cambios en lo material, si bien sí traen consigo la posibilidad de representar a quienes no se identifican con el binarismo. Tercero, quienes proponen la utilización del lenguaje inclusivo tendrían que evitar convertirse en aquello que buscan evitar, es decir, una policía del lenguaje (inclusivo) y admitir la posibilidad de que ese lenguaje pueda adoptar formas no establecidas (¿usamos la “e”, la “x”, la “@”, la impersonalidad, etc.?).

Para finalizar, y sin ánimos de resolver fácilmente esta discusión, nos queda una pregunta muy simple por hacernos: ¿en qué tipo de sociedad queremos vivir? En ella reside el problema con que nos enfrenta el lenguaje inclusivo.