Un problema de lógica simple para nuestros estudiantes hogarizados en plena pandemia:

  1. El diario “Mentirulo” difunde “Fake news” por internet. La plataforma hace una verificación de datos a través de métodos de fact checking y determina que, en efecto, la información o parte de ella, es falsa. La nota en cuestión entonces sufre determinadas consecuencias: menor difusión, suspensión de la cuenta, eliminación del contenido, no aparece en recomendadas, etc. La medida depende de la empresa.
  2. El presidente “Fashutso” emite un comunicado donde miente, vil y descaradamente. La plataforma, ¿que debería hacer?

Lejos estamos de aquellos años donde se argumentaba que las plataformas de internet, las redes sociales y otras empresas, no debían “bajar” contenidos sin orden judicial previa.  Ya no discutimos si las empresas tienen poder de moderación. Tampoco discutimos si hay necesidad de moderación o no. En gran medida coinciden los expertos de prácticamente todas las disciplinas, en que la moderación de contenidos es una potestad de las empresas y un servicio necesario para que estas redes funcionen.  Lo que sí discutimos es la legitimidad de esas reglas, su definición y especificidad, la transparencia en su aplicación, el “accountability” que las empresas deban tener frente a este inmenso poder, etc.

Uno de los temas que no esta ni remotamente resuelto, sin embargo, y que en plena pandemia apremia, es cómo deberían aplicarse estas reglas a discursos públicos, que por su naturaleza despiertan mayor interés social, con todo lo que ello implica: mayor difusión, mayor impacto, mayor escrutinio, mayor crítica.

La discusión no es nueva. En septiembre de 2019 Facebook explicó que la empresa no verificaba el contenido de los anuncios políticos de campaña que se difundían en la red. Esto es, que la red de chequeos establecida para proteger a los usuarios frente a la desinformación no era aplicada a los anuncios políticos pagos en época electoral. El anuncio generó una ola de críticas al interior de Estados Unidos, sobre todo desde el partido demócrata, afectado por la campaña falsa en cuestión, pero también desde el seno de las principales ONGs de derechos digitales de ese país. Le reclamaban a Facebook la necesidad de implementar sus reglas comunitarias de manera uniforme e igualitaria. Además, reclamaban un ejercicio responsable de su rol y poder como difusor de información. Los argumentos eran muchos, variados y muchos de ellos, muy válidos.  Twitter, por su parte, decidió cortar quirúrgicamente el problema y prohibir publicidad electoral en la plataforma.

En ese momento, con Javier Pallero, publicamos desde este blog una nota corta donde sosteníamos que las sanciones típicas aplicables al contenido verificado como falso o parcialmente falso podían ser problemáticas cuando recayeran sobre contenido de campaña electoral porque chocan con la necesidad de darle a estos contenidos el mayor alcance y la mayor difusión posibles. Argumentamos, entre otras cosas, que en nuestros países de América Latina hemos peleado por garantizar que todos los partidos políticos tengan acceso a medios de comunicación en campana para difundir sus plataformas electorales, sin restricciones ni censuras y en igualdad de condiciones. También argumentamos que el acceso a la información sobre los candidatos, incluyendo sus plataformas y propuestas electorales, son fundamentales para el funcionamiento mismo de la democracia. La aplicación de estándares de verificación de datos al discurso público en campaña tiene sus limites. Y la implementación de medidas que afectan la difusión de esos mensajes por motivos derivados de la verificación de datos también debe tener sus limites.

En el eje de la discusión, sin embargo, se encuentra el dilema que hoy nos planteamos: ¿Cuál debería ser la regulación del discurso público en redes sociales? ¿Deberían aplicarse las mismas reglas al discurso en general que al discurso político, entendido como aquel que emiten los funcionarios públicos en ejercicio de sus funciones?

El discurso político por un lado tiene mayor visibilidad. Se presume que los funcionarios públicos difunden información pública y que existe un interés publico en que esa información este disponible y accesible para todas las personas dentro del territorio. Además, los funcionarios públicos tienen la obligación de difundir información pública veraz, tienen la obligación de no estigmatizar y medirse en sus opiniones cuando estas puedan generar estigmatizaciones, suponer parcialidad en situaciones donde rigen deberes de neutralidad e imparcialidad, o generar presiones indebidas en otros poderes del propio Estado.

¿Qué pasa cuando estas obligaciones no se cumplen? ¿Qué pasa cuando son los propios funcionarios quienes estigmatizan, mienten, presionan, y juzgan indebidamente y utilizan sus masivas audiencias para difundir este tipo de mensajes? Si en situaciones ordinarias este tipo de discurso publico supone un problema, ¿qué pasa cuando este discurso se sucede en medio de una pandemia global? Si en emergencia los gobiernos pueden derogar de algunos derechos, o afectarlos en mayor medida que en periodos ordinarios, ¿deberían hacer los mismo otros actores, como los periodistas, los noticieros o las redes sociales?

La respuesta indudablemente es compleja. En este escenario se nota con facilidad la problemática que plantea la respuesta de Twitter frente al problema de la publicidad electoral: prohibir todo discurso político en redes sociales no tendría ningún sentido. No solo sería pésimo para el negocio, también sería pésimo para la democracia y horroroso para la pandemia. Pero a falta de soluciones quirúrgicamente limpias, las opciones son dos y las dos necesariamente acarrean costo:

  1. Aplicar la lógica y solucionar con ella el problema planteado en la introducción: todos los usuarios están sometidos a iguales normas y estándares. Todo contenido se chequea. Y de verificarse la falsedad parcial o total de un contenido, se limita su difusión, suspenden las cuentas, etc. En esta hipótesis, la respuesta es igualadora a todos los usuarios y a todos los discursos. No hay excepciones. No hay fronteras. Bajo este esquema, cuando Trump refiera al COVID-19 como el “virus chino”, los periodistas y plataformas pueden elegir cortar y censurar esa parte del discurso. O cuando Bolsonaro invita a ignorar el Coronavirus y mantener Brasil abierto y funcionando, puede eliminarse el comentario. Pero bajo esta lógica, también perderíamos gran parte del debate entre epidemiólogos y especialistas dentro de los propios gobiernos que desde el principio vienen informando a través de sus errores este debate.
  2. Establecer protecciones adicionales al discurso público, particularmente al político. Esta solución establece tipos de discurso distintos y tipos de usuarios distintos. Reconoce fronteras, y establece excepciones. Bajo esta lógica, el discurso de Trump DEBE difundirse, igual que el de Bolsonaro, con todos los riesgos que ello implica. Pero también debe difundirse el de la OMS, el del Ministro de Salud Brasilero, el del CDC en EEUU, etc.

Las dos soluciones tienen sus beneficios y sus problemas. Y la solución que se adopte en plena pandemia probablemente salde el debate incluso cuando la pandemia haya pasado. Del título de este artículo queda en evidencia por dónde se inclina esta autora. Está claro, sin embargo, que en materia de libertad de expresión, contrario a lo que suponen algunos, no está ni remotamente todo dicho.

 

Agustina Del Campo

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