Penar la intolerancia ‘male sal’ Criticas a la convención Interamericana contra toda forma de Discriminación e intolerancia.
A fines del año pasado la Cámara de Diputados aprobó el proyecto de ratificación de la Convención Interamericana contra toda forma de Discriminación e Intolerancia. Si bien se trata de un instrumento jurídico sumamente relevante, no recibió mayor atención en el debate público ni entre especialistas. Incluso los mismos diputados parecen haber pasado la cuestión por alto. La aprobación del proyecto de ratificación se dio en un contexto de muchas ausencias y casi no hubo discursos en defensa ni en rechazo de la Convención.
En el CELE decidimos mirar la Convención más de cerca y lo que encontramos nos preocupó. Si bien los fines que persigue la Convención son indiscutiblemente loables, los términos en los que están definidos los alcances de las obligaciones que impone al estado son preocupantes desde la libertad de expresión. Es por ello que decidimos escribir un artículo * que salió publicado en el último volúmen de la Revista Argentina de Teoría Jurídica. En lo que sigue quisiéramos explicar resumidamente el argumento de nuestro artículo.
La Convención busca luchar contra el odio y la intolerancia y lo hace imponiéndole a los estados que la ratifican la obligación de prevenir, eliminar, prohibir y sancionar toda forma de discriminación e intolerancia. Ahora bien, discriminación e intolerancia son términos vagos, por lo que necesitamos alguna clarificación sobre qué es discriminación y qué es intolerancia si queremos imponerle deberes al estado, una vez que la haya ratificado. Nuestros reparos se centran, principalmente, en que las definiciones dadas por la Convención son problemáticas para con la libertad de expresión. Y es justamente allí donde empiezan los problemas.
La definición de intolerancia que se encuentra en la Convención abarca desde actos que expresen el desprecio a otras personas por sus características físicas hasta manifestaciones de rechazo a las opiniones de otras personas. Se trata de una definición indudablemente amplia. Al analizar esta expresión desde los estándares de la libertad de expresión, algunas ausencias se destacan: no se prevé ninguna distinción entre discursos de interés público y los que no lo son, por ejemplo. Tampoco distingue entre los distintos contextos en los que puede aparecer un discurso intolerante. Así, no hay ninguna diferencia entre las expresiones que sean dichas en un almuerzo familiar y las que tengan lugar en actos políticos, lo que vuelve a la Convención ciega frente al contexto en el que se hayan vertido.
Esta ceguera ante los diferentes contextos trae aparejado otro problema. Parece bastante evidente que no todos los discursos dichos en la intimidad afectan a otros. Si nosotros por ejemplo expresáramos nuestro rechazo a las convicciones de alguien en un chat, esto no produciría ningún daño y sin embargo sería intolerante en los términos de la Convención.
Esto nos lleva a preguntarnos cuáles son las razones que justifican los castigos sobre los discursos que la convención considera intolerantes. Si existe un sinfín de situaciones en las que nadie se vea afectado y en las que, sin embargo, el estado tiene la obligación de intervenir, entonces la razón para la intervención no puede ser el daño a terceros. Ahora bien, si la razón que justifica la intervención no es el daño a terceros, eso significa que la Convención obliga a castigar ciertos discursos no por sus efectos sino porque ellos son condenables desde el punto de vista de la moral individual. Al hacerlo, la convención prioriza ciertos ideales de excelencia personal por sobre otros.
Por último, el artículo describe brevemente la regulación sobre los discursos de odio. La literatura especializada discute la posibilidad de castigar una serie de discursos a los que llama discursos de odio. Sin embargo, incluso entre quienes creen que esto no es violatorio del derecho a la libertad de expresión, no hay acuerdo sobre cuáles son esos discursos y qué razones justifican la posibilidad de sancionarlos. Ahora bien, la existencia de estos desacuerdos no significa que aquellos que creen que los discursos de odio deben ser sancionados no tengan ninguna coincidencia. De hecho, si miramos a sus argumentos con cuidado, encontraremos que todos ellos buscan castigarlos porque consideran que vulnera algún derecho y que por lo tanto esto habilita a restringir el alcance de la libertad de expresión. Pero la Convención no parece seguir este criterio. Va más allá de lo que tradicionalmente defienden quienes creen que los discursos de odio deben ser castigados, alcanzando también a aquellos discursos que, podría argumentarse, no afectan los derechos de nadie.
A partir de estos argumentos (desarrollados en profundidad en el artículo) podemos concluir que el texto de la Convención es preocupante desde la libertad de expresión. Si bien el discurso es indudablemente un problema que nos debe preocupar, no todas las respuestas son apropiadas. En particular, creemos que la respuesta punitiva no es obvia y que, si fuera la adoptada, debería estar cuidadosamente acotada a los discursos que se quiere desalentar. Lamentablemente la Convención va en el sentido contrario y al intentar desalentar este tipo de expresiones termina abarcando prácticamente cualquier desacuerdo político.
*Esta publicación fue realizada en la Revista Argentina de Teoría Jurídica (RATJ) de la Universidad Torcuato Di Tella Vol. 22 Número 2 (2021)