2021-04-07

En este breve texto me gustaría comentar el proyecto de ley 0878-D-2021 presentado por la diputada Patricia Mounier. El proyecto busca castigar penalmente a una conducta resbaladiza:

“Será reprimido con prisión de seis (6) meses a tres (3) años quien públicamente hubiera hecho declaraciones o manifestaciones tendientes a reivindicar, legitimar y/o minimizar los delitos cometidos por el terrorismo de Estado durante la última dictadura argentina ocurrida entre el 24 de marzo de 1976 hasta el 10 de diciembre de 1983, en medios de comunicación, en redes sociales, y cualquier tipo de manifestación pública. Quedan comprendidos en éstos los delitos que hayan sido de especial pronunciamiento en sede judicial”.

Entiendo que el proyecto tiene pocas chances de ser aprobado, pero merece cierta reflexión por al menos tres motivos. Primero, porque introduce al derecho penal como herramienta estatal en la construcción del proceso de memoria respecto de los crímenes de la última dictadura militar, y en ese sentido implica un cambio significativo respecto de las estrategias adoptadas hasta el momento. Segundo, porque al hacerlo incurre en problemas serios desde el punto de vista del derecho penal y—tercero—de la libertad de expresión.

El primer problema es, quizás, el más grave. La sociedad argentina hizo de la condena de los delitos de la última dictadura militar una bandera común que marcó fuertemente el proceso de transición hacia la democracia. Esa causa la representó de manera notable el movimiento de derechos humanos, que logró—luego de muchos pasos adelante y otros tantos retrocesos—alcanzar los objetivos de memoria, verdad y justicia. La estrategia principal del movimiento consistió en desarmar los obstáculos legales para el juzgamiento de esos crímenes. Esta opción “judicial” implicó ciertos costos, especialmente en términos de verdad, que Claudia Hilb ha iluminado recientemente.

Esta construcción de un sentido “común” sobre la última dictadura no supone, por supuesto, un consenso absoluto. Hay muchos ciudadanos que seguramente defienden el accionar de la dictadura militar. Lo significativo es que se trata de sectores minoritarios y que ese tipo de expresiones, de ser expresadas públicamente, serían “rechazadas” por la mayoría de la sociedad incluyendo—significativamente—a todos los partidos políticos y coaliciones relevantes. En eso consiste el consenso: en un tipo de hegemonía de valores significativos, como el rechazo a esos crímenes y el apoyo a los procesos judiciales en marcha. El proyecto, al agregar una sanción penal que alcanzaría sólo a ese grupo minoritario, presenta dos problemas serios. Primero, actúa como si el consenso no existiera (lo cual es falso). Segundo, agrega una herramienta que es innecesaria: la condena social es suficiente para delegar a los “defensores de la dictadura” al ostracismo del debate público.

El segundo problema es de orden legislativo y se vincula con el derecho penal: el uso de términos como legitimar o minimizar es increíblemente inconsistente con una concepción liberal, garantista y minimalista del derecho penal. Se trata de palabras que dicen muy poco en términos de describir conductas, y cuyo sentido depende mucho de la subjetividad del intérprete. Pongamos un ejemplo. Supongamos que una historiadora escribe un libro sobre la violencia política que precedió el golpe militar del 24 de marzo de 1976. Quizás, esos hechos históricos operen en los discursos justificadores del golpe (que no necesariamente son los mismos que los que justifican la represión ilegal). ¿Actúa esa investigación histórica de nuestra historiadora hipotética como un discurso legitimante que merece—entonces—la pena que se propone? Otro ejemplo. Supongamos que un polemista irritante sostiene que la cifra de 30,000 desaparecidos no se ajusta a la realidad: que la cantidad de personas detenidas y desaparecidas por la última dictadura militar no es de 30,000 sino de un número distinto, supongamos que sustancialmente inferior. ¿Opera ese tipo de discursos como un caso de minimización de los crímenes de la dictadura? ¿Implica ese tipo de afirmaciones “quitarle importancia” a los crímenes? Ambos ejemplos seguramente puedan resultar en miradas diferentes respecto del alcance de los términos legitimar y minimizar en relación a ese tipo de conductas, y ese es precisamente el problema. Son términos demasiado vagos y ambiguos como para operar como delitos penales. Comparten, así, las mismas características que llevaron a la Corte Interamericana en el caso Kimel a condenar a la Argentina por tener un código penal incompatible con la Convención Americana. Esa sentencia llevó al Congreso a eliminar del código penal a los delitos de injurias y calumnias para asuntos de interés público. ¿Queremos volver a la Corte Interamericana para un segundo reproche?

El tercer problema se vincula, obviamente, con el anterior—pero lo excede. Los delitos penales que castigan la expresión son incompatibles con la Convención Americana por tres razones. Primero, porque en general caen en la vaguedad y ambigüedad señalada antes. Segundo, porque son restricciones “desproporcionadas”, incompatibles con la Convención Americana. Esta conclusión tiene una historia interesante en el sistema interamericano: mientras la Comisión Interamericana siempre consideró que los delitos penales eran por naturaleza incompatibles con la defensa de la libertad de expresión, la Corte Interamericana siempre concluyó que eran “teóricamente compatibles” pero—a la vez—siempre los encontró incompatibles con la Convención en los casos concretos que les tocó analizar. En mi lectura, ello cambió en el caso Álvarez Ramos vs. Venezuela de 2019, donde la Corte IDH señaló que

“El artículo 13.2 de la Convención Americana señala que el ejercicio del derecho a la libertad de expresión no puede estar sujeto a censura previa sino a responsabilidades ulteriores. Ahora bien, este precepto no establece la naturaleza de la responsabilidad exigible, pero la jurisprudencia de este Tribunal ha señalado que la persecución penal es la medida más restrictiva a la libertad de expresión, por lo tanto su uso en una sociedad democrática debe ser excepcional y reservarse para aquellas eventualidades en las cuales sea estrictamente necesaria para proteger los bienes jurídicos fundamentales de los ataques que los dañen o los pongan en peligro, pues lo contrario supondría un uso abusivo del poder punitivo del Estado. Es decir, del universo de medidas posibles para exigir responsabilidades ulteriores por eventuales ejercicios abusivos del derecho a la libertad de expresión, la persecución penal sólo resultará procedente en aquellos casos excepcionales que sea estrictamente necesaria para proteger una necesidad social imperiosa. Se entiende que en el caso de un discurso protegido por su interés público, como son los referidos a conductas de funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones, la respuesta punitiva del Estado mediante el derecho penal no es convencionalmente procedente para proteger el honor del funcionario. En efecto, el uso de la ley penal por difundir noticias de esta naturaleza, produciría directa o indirectamente, un amedrentamiento que, en definitiva, limitaría la libertad de expresión e impediría someter al escrutinio público conductas que infrinjan el ordenamiento jurídico, como, por ejemplo, hechos de corrupción, abusos de autoridad, etc. En definitiva, lo anterior debilitaría el control público sobre los poderes del Estado, con notorios perjuicios al pluralismo democrático. En otros términos, la protección de la honra por medio de la ley penal que puede resultar legítima en otros casos, no resulta conforme a la Convención en la hipótesis previamente descrita”.

La discusión sobre el pasado es claramente un asunto de interés público. Las interpretaciones sobre los hechos, causales, responsabilidades y consecuencias hace a la esencia misma del proceso de memoria, verdad y justicia que resulta tan relevante para el proceso de transición a la democracia de nuestro país. En ese contexto, las sanciones penales como la propuesta en este proyecto de ley son problemáticas, porque buscan revisar una discusión que ya fue saldada en el caso Kimel. Finalmente, el proyecto presenta un tercer problema en materia de libertad de expresión que es de orden estratégico: los discursos que nos parecen equivocados merecen la refutación en el “libre debate de ideas” más que intentos de censura. Éstos últimos, como nos enseñó Barbara Straisand hace años, no hacen más que promoverlos. La censura ofrece a quienes están dispuestos a sostener esos discursos la posibilidad de asumir en el debate público el rol de mártir, rebelde, o perseguido. Algo de ello pasó en Europa ante legislaciones similares, que lejos de desincentivar este tipo de discursos potenciaron la presencia en el debate de “historiadores” con gusto por las cámaras. Este tipo de proyectos, entonces, no sólo no ayudan a la agenda que dicen apoyar sino que posiblemente operen en su contra.

Escrito por: Ramiro Álvarez Ugarte @ramirou