En defensa del anonimato en las redes sociales

El anuncio del presidente español Pedro Sánchez sobre nuevas regulaciones para las plataformas digitales vuelve a poner sobre la mesa un debate que ya tuvimos en Argentina: ¿debe preservarse el anonimato en las redes sociales? La respuesta, aunque pueda parecer contraintuitiva en tiempos de polarización y discursos agresivos, es sí.

Sánchez anunció que aprobará la designación de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) como organismo Coordinador de Servicios Digitales (tal como lo establece la Ley de Servicios Digitales o DSA, por sus siglas en inglés) y adelantó que estudian mecanismos para que los dueños de estas plataformas afronten “responsabilidad legal” por lo que ocurra en sus redes. El mandatario español, en línea con su cruzada contra lo que denomina “tecnocasta”, propone además el desarrollo de redes sociales públicas y privadas europeas como alternativa a las existentes. 

Dentro del paquete de medidas anunciadas, una de ellas merece especial atención: la de terminar con el anonimato en línea que, en palabras de Sánchez, “envenena las redes sociales y no puede ser una excusa para la impunidad”. El razonamiento del primer mandatario fue contundente: “de la misma forma que no es posible conducir un coche sin matrícula o subirse a un avión sin identificarse, no podemos consentir que quienes acosan a otros ciudadanos, propagan mentiras, o esparcen el odio y lo hagan además impunemente”. 

No es la primera vez que el gobierno de España propone una medida de esta naturaleza… y acaso tampoco será la última: los intentos por consolidar un sistema de identificación digital de los usuarios circulan en la Unión Europea desde hace más de diez años. En 2014, la Comisión Europea adoptó el Reglamento eIDAS que “permitió que se utilizaran sistemas nacionales de identificación electrónica (eID) notificados para acceder a servicios públicos en línea”. Más recientemente, la Comisión aprobó un nuevo marco regulatorio que establece, entre otras disposiciones, la adopción de una Billetera de Identidad Digital (EU Digital Identity Wallet) por parte de todos los estados miembros. 

La propuesta española resuena con fuerza en nuestro país, donde el año pasado se presentó un proyecto de ley para regular las identidades en redes sociales. La iniciativa, impulsada por la diputada Gisela Marziotta, proponía un sistema de etiquetado que clasificaría a los usuarios como «humanos», «multicuenta» o «bots», exigiendo la verificación de identidad para las cuentas personales. El Senado brasilero presentó en 2022 un proyecto de ley similar.

Si bien la preocupación por la desinformación y el uso malicioso de cuentas falsas es legítima, las analogías y metáforas –como la que utilizara Pedro Sánchez– que comparan a las redes sociales con espacios públicos tienen solamente el mérito del oportunismo mediático, y rara vez conducen a formulaciones jurídicas felices. Lejos de ser un atinado remedio a la polarización o a la circulación de discursos incendiarios, la eliminación del anonimato en las redes sociales traería más problemas que soluciones. Hay al menos tres razones fundamentales para defender esta postura.

En primer lugar, el anonimato funciona como un catalizador de la expresión moral y política. Estudios señalan que las personas se sienten más libres para manifestar opiniones disidentes o denunciar injusticias cuando no temen consecuencias directas sobre su vida personal o profesional. El anonimato, lejos de ser mero un escudo para trolls, opera como una herramienta de empoderamiento ciudadano.

En segundo término, la verificación obligatoria de identidad afectaría de manera desproporcionada a los sectores vulnerables de la sociedad. El anonimato ofrece una capa de protección para cualquiera que en ciertas circunstancias pueda considerar que revelar su identidad le pone en una posición riesgosa y eso incluye, por ejemplo, personas buscando información sobre  enfermedades que tengan asociados estigmas sociales. Del mismo modo, el discurso de minorías religiosas, étnicas y sexuales depende del anonimato para protegerse de persecuciones, discriminación o represalias.  La exigencia de usar nombres reales podría silenciar voces que ya enfrentan marginación en el espacio público.

La tercera razón, particularmente relevante en un contexto global de retroceso democrático, es el rol crucial del anonimato en el activismo político. En regímenes autoritarios o sociedades con libertades restringidas, la posibilidad de participar en el debate público sin revelar la identidad puede ser la diferencia entre alzar la voz o permanecer en silencio.

Al legislar como si el poder siempre estuviera en las mismas manos, la propuesta de Sánchez ignora la realidad pendular de la democracia. Las herramientas de vigilancia digital creadas con intenciones aparentemente nobles pueden convertirse rápidamente en mecanismos de persecución cuando cambia el signo político.

Resulta inquietante la creencia, por otra parte bastante extendida, de que eliminar el anonimato frenaría el avance del autoritarismo, cuando en realidad medidas como esta reproducen su lógica fundamental: la vigilancia estatal sobre la expresión ciudadana. Es cierto que el anonimato puede facilitar comportamientos nocivos como la difusión de fake news o el acoso digital. Sin embargo, la solución no pasa por eliminar una herramienta fundamental para la libertad de expresión, sino por encontrar mecanismos más efectivos para combatir estos abusos sin comprometer derechos básicos. Si hemos llegado al punto en que los defensores de la democracia proponen recortar libertades para protegerla, entonces el diagnóstico sobre su salud es más grave de lo que estamos dispuestos a admitir.

El desafío actual no es elegir entre anonimato y responsabilidad. Necesitamos plataformas que puedan identificar y sancionar comportamientos abusivos, sin que eso implique exigirle a cada usuario que exponga su identidad. Mientras debatimos estas regulaciones, conviene recordar que el anonimato en Internet no es una anomalía moderna sino una extensión del derecho histórico a la privacidad y la libre expresión. Su defensa no es un capricho, sino una necesidad democrática.